miércoles, 15 de septiembre de 2010

La marcha

Caminaba por las calles del centro,  aquellas que por las noches solo las habitan los encargados de limpieza, a lo lejos se puede ver la catedral y la bandera, flácida y escuálida,  se retuerce moribunda en un viento que ya no está para recordar los años de gloria y júbilo, cuando los ejércitos entraban triunfantes, o los campesinos entraban triunfantes, o los estudiantes. Ya no.

Ahora y sin querer era yo quien entraba triunfante, y no estaba solo, no supe cómo, de repente me uní a un convoy, aguerrido, estridente, majestuoso, caminamos gritando y yo tomé unas latas de pintura en aerosol y escribí en los edificios cosas que recordé, frases en las paredes, algunas ideas, no importaba qué, la gente miraba lo que escribía y algunos aplaudían, muchos otros solo asentían la cabeza, fue un gran momento y decidí no dejarlo así.

Comencé a cantar algunos lemas legendarios, lemas que solo los héroes en las películas han dicho, lemas que se quedan en las tumbas y en las lenguas de los grandes, comencé a mezclar palabras, proclamé lo que para mí era justo, lo que debía de hacerse, la gente gritaba conmigo, me miraban esperando qué diría después para gritarlo a coro, cuando no se me ocurría nada pedía alguna botella con fuego y la arrojaba a las ventanas o a lo lejos.

Algo que no era yo ni estaba dentro de mí continuaba diciendo todas esas cosas, lo extraño es que era algo que se situaba del exterior, del tumulto, yo, nosotros, ya no éramos más que uno solo, gritando, escribiendo, quemando, haciendo vibrar las calles empedradas y los edificios viejos, ya sabía lo que cada uno de nosotros pensaba, quería, incluso lo que iba a decir, me había vuelto ellos.

La marcha siguió, no hubo pared que no tuviera en ella algún poema o algún mensaje que solo supe saber qué significaba en el momento en que lo escribí, supe que no escribía yo, sino todos y no quemaba los locales sino todos los quemábamos, las ventanas cayeron por el grito colectivo y desesperado que estalló dentro de nosotros, corríamos hacía alguna dirección como los cardúmenes que se mueven ondulantes en el mar, gritábamos con tanta fuerza  que pudimos haber desmoronado todos los edificios. Éramos tantos que habríamos podido destrozar el tráfico del mediodía con solo pasar por encima de él.

Al final entramos triunfantes hacia el zócalo, pero ninguno de nosotros sabía precisamente qué triunfo era este, pero no lo pensamos ni lo dudamos un solo instante, habíamos hecho de este lugar unas dunas hermosas, llenas de ruido, llenas de fuego y poesía.

Una lluvia de júbilo nos bañó a todos, apagó nuestros fuegos, nuestros gritos, nuestros recuerdos, el humo nos embriagó y no me pude quedar en pie, no pude contener el llanto.

1 comentario:

Monótono Tono dijo...

recuerdo este cuento... saludos Marco! ya no te encuentro nunca!!! un gran abrazo